Esta vez le toca el turno a mi tierra. A Extremadura. A su
corazón. A una vegetación que se afana en ocultar un tesoro de siglos de
antigüedad. Nos acercamos a la
Ruta de los Molinos, sobre la ladera de la sierra de
Montánchez.
Iniciamos nuestro viaje en el pequeño municipio cacereño de
Arroyomolinos. Ya desde la carretera podemos observar la principal actividad
agrícola de la que viven los vecinos de la localidad. Principalmente las
higueras y las vides son los cultivos que abrazan Arroyomolinos. Aunque, sin
duda, son las higueras las que ganan este duelo.
Imagino que muchos ya os habréis dado cuenta de la
coincidencia del nombre del pequeño pueblo con la denominación de la ruta. Y es
que así es. Existe una conexión. La localidad debe su nombre a la Garganta que desciende
por la sierra de Montánchez, municipio en el que acabaremos nuestra ruta, y que
se sitúa en el punto más alto de esta sierra. La garganta está jalonada por
molinos harineros que prestan su nombre al pueblo.
Gracias a las indicaciones de algunos vecinos arrancamos
nuestro viaje en una vieja fuente de piedra, con un gran abrevadero donde
algunas disfrutan de su descanso. Volvemos la cabeza y ahí, delante de
nosotros, y sin apenas darnos cuenta de su presencia, se halla el primero de
nuestros molinos. Silencioso y afectado por el paso del tiempo.
Seguimos nuestro camino, hasta ahora está
perfectamente asfaltado. A ambos lados de la calzada, se van sucediendo huertos
y olivares arados. En una de estas parcelas un ‘chozo’. En los pueblos de la
provincia de Cáceres este tipo de construcciones son muy habituales. Tienen
forma circular, con el techo cónico de escobas secas, y la estructura de palos
o piedras. En la antigüedad constituían la vivienda habitual de pastores o agricultores.
Sin embargo, hoy día se utilizan para guardar los aperos de labranza.
Dejamos el tercer molino a la derecha, y continúa
la subida aún por una calzada asfaltada. Los árboles frutales nos van dando
sombra desde ambos lados del camino aunque, de vez en cuando, se alternan con
las nubes que, desde hace un rato, han hecho su aparición en el cielo azul.
Olivos milenarios también se convierten en compañeros de viaje. Sus troncos no
pueden disimular su avanzada edad. Los años y las condiciones climatológicas
han marcado su piel.
Un descenso en el camino da paso al primero de los
obstáculos. La corriente de agua, procedente del Arroyo de los Molinos, deja el
camino dividido en dos. El riachuelo da paso a una vereda de tierra y piedras.
Unas enormes pasaderas de piedra, permiten atravesarlo sin mayor dificultad.
Cada vez es más difícil transcurrir por la senda. El
aguarzo, la retama y la escoba se esfuerzan por evitar el paso. Y, ante
nosotros, el quinto molino. En este caso, su rehabilitación permite diferenciar
mejor sus partes. El origen de algunas de estas construcciones se remonta a la
época romana, aunque los más recientes datan del siglo XIX. La mayor parte de
ellos están construidos en mampostería aunque hay algunos en los que se pueden
observar unos perfectos sillares. La molienda suponía un proceso muy
interesante, pues los molineros, se ponían de acuerdo para especificar el día
de la suelta del agua de una charca, construida en el arroyo y a una
considerable altura. Así aumentaba el
caudal y se lograba que el agua llegara en más cantidad a los molinos. Algunos de éstos, y gracias a su disposición, podían moler
con el agua que ya había utilizado el anterior. Con este sistema, podemos decir
que se producía un aprovechamiento muy racional del líquido.
Prácticamente todos los molinos se componían de:
una alberca, una conducción o acequia, un alto pozo que se denomina cubo y un
cuarto donde estaban los mecanismos de molienda. El agua, pasaba de la Charca por la Acequia y caía al Cubo. El
molinero esperaba a que este se llenara totalmente y cuando esto sucedía abría
una pequeña compuerta denominada Saetín. Ésta, situada en la base del Cubo, al
abrirla dejaba escapar el agua que por causa de la fuerte presión con la que salía,
movía las palas del giratorio Rodezno. Éste, a través de un fuerte tronco
denominado Maza, transmitía el movimiento a la piedra superior o Volandera que
con su giro sobre la piedra inferior o Solera (sin movimiento) procedía a moler
el grano.
De nuevo en el camino y vislumbrando el sexto molino,
continuamos subiendo por la ladera de la montaña, que transcurre paralela al
arroyo de los molinos. Las piedras que cubren el suelo no pueden ocultar las
señales del tiempo. El paso de las bestias por ellas les ha dejado daños
irreparables. El agua también ha dejado cicatrices de difícil curación. Las
lluvias y los riachuelos han erosionado el suelo por el que pisamos.
No tardamos en llegar al séptimo y octavo molino harinero.
A esta altura se oye cada vez mejor la banda sonora que nos acompaña desde el
principio del trayecto. La música inigualable del agua descendiendo con fuerza
sobre la montaña.
La
vegetación ha cambiado. El helecho cubre ahora el monte. No hay mejor lugar que
este trayecto del camino para este tipo de planta. La humedad que le otorga la Garganta se convierte en
su mejor aliada. En este tramo vislumbramos una enorme charca seca cubierta de
una fresca vegetación. Deducimos que en su día se trató de la Charca de la Suelta, de la que se
servían todos los molinos.
El noveno molino hace su aparición directamente en el
camino. En este caso, hay que ir más allá. El granito de la acequia se
convierte en una pasarela para el viajero intrépido que desee llegar hasta el
alto pozo y presenciar un precipicio desde el que se oye intensamente la fuerza
del agua. Desde esta perspectiva, parece que volásemos.
Continuamos con el ascenso y los molinos se sitúan cada vez más cerca
unos de otros. La vegetación vuelve a cambiar y, aunque los helechos no
abandonan la senda, robles y nogales se erigen como los dueños del paisaje. Un
descenso en el empinado camino, y el agua aparece como si de arte de magia se
tratara. Una cascada vierte con fuerza su líquido cristalino. Hay que atravesar
la corriente. De nuevo, unas pasaderas de grandes dimensiones se convierten en
el cayado del viajero. Ya, al otro lado del torrente, el décimo quinto molino
se hace visible.
En la zona el agua es un bien preciado, pero lo fue aún
más en el pasado. Ya en la cima, como no, una fuente de vida. Un caño escupe
agua subterránea con fuerza. Un descanso a su lado es la mejor solución para
continuar el camino hasta Montánchez y su majestuosa sorpresa.
En la
distancia es perceptible el regalo que Montánchez nos tiene preparado: su
castillo. De enormes dimensiones y con sus almenas aún perceptibles nos
esperavigilando el municipio. Un paraguas de hojas verdes cubre el cielo y un
impresionante Bosque de Castaños nos abraza. La frondosidad muestra una gran
explosión de verdor y frescor en primavera.
Para
dirigirnos hacia dicho castillo, una calzada empedrada rememora las antiguas
vías romanas. La antigua fortaleza se encuentra en un lugar de apreciable
importancia estratégica, sobre un elevado cerro de la localidad. Constituye un
fiel exponente de lo que fueron los castillos de la Reconquista en la Edad Media.
Y
aquí ponemos fin a algunos de los secretos mejor guardados de las tierras
cacereñas del sur. Aquellas que aún hoy conservan los restos que distintas
civilizaciones dejaron marcado en su rostro.