Es la noticia de la semana. Del
mes. Y me atrevo a decir que va a ser una de las noticias del año. No hay un
rincón del planeta que no se haya hecho eco de ella: El Papa dimite. Abandona
su “palacio” y se retira a un sitio mucho más tranquilo y austero. Y no, no es
que lo hayan desahuciado. Eso seguro.
Pues bien, en este post os
contaré cómo es la que ha sido su casa (bueno, mejor dicho, lo que permiten que
veamos de ella). Su hogar y del resto de Pontífices de la historia de la Iglesia Católica.
Y es que durante mi estancia en Roma, aproveché para visitar San Pedro del
Vaticano.
No fueron muchos los días que
estuve en la capital italiana, pero sí los suficientes para visitar el Vaticano
en dos ocasiones. La primera durante la noche. Aprovechando un mágico paseo
nocturno por el barrio del Trastevere, en el que ya se detendrá la Brújula en otra ocasión,
vimos a lo lejos el Castillo de San Angelo, y allí que fuimos.Y claro, tan
cerca del Vaticano, no pudimos resistirnos a curiosear cómo es la vida durante
la noche en el país más pequeño del mundo.
La verdad es que no esperábamos
encontrar la movida madrileña o ibicenca, pero la tranquilidad que allí se respiraba
nos sorprendió muchísimo. La ancha Vía Della Conciliazione estaba en calma. Tan
solo nuestros pasos y el de otros transeúntes, mezclada con la aparición de
algún esporádico coche, interrumpían el silencio. La escasa luz la ponían las
líneas de farolas que flanquean la calle. Algunos mendigos aprovechan este
silencio para hacer, de cualquier espacio resguardado, su cama durante unas
horas.
La Piazza Pio XII es la
desembocadura de la vía. Desde ella la imagen de la Plaza de San Pedro, con la
basílica al fondo es impresionante. Allí, apoyados en las cadenas que impiden
el paso de los turistas, nos quedamos contemplando la estampa. Y deseando
volver por la mañana para poder acceder a la cuna del catolicismo. Las primeras
gotas de una intensa lluvia nos avisaron de que era el momento de abandonar el
lugar.
El color de los nubarrones no
dejaba lugar a dudas, venían cargadas de agua. Con el cielo ya totalmente
encapotado, como diría un andaluz, y un poquito más cerca de la entrada a los
museos, en la Vía
dei Bastioni di Michelangelo comenzaron a caer las primeras gotitas.
Pero la intensidad de la lluvia
iba aumentando al mismo tiempo que nuestras ganas por ver la Capilla Sixtina. El pronóstico
de los medios italianos se cumplía: el temporal de viento y lluvia llegaba. Un
chaparrón cayó sobre el Vaticano y los que, como nosotros, esperaban tras su
muralla. Muchos visitantes decidieron abandonar. Pero nosotros resistimos y la
retirada de los más avanzados nos permitió, por fin, llegar al lugar. Eso sí,
empapados.
Una gigantesca escalera de
caracol nos guió hasta la parte superior del edificio que daba comienzo al
museo. Una maraña de pasillos interminables y la pregunta del millón: ¿Por
dónde empezamos?
El Aproxiomeno de Lisipo |
Egipto, Grecia, Roma,…restos de
todas las civilizaciones se suceden en las diversas salas. La riqueza artística
es de un valor incalculable. Allí me reencontré con piezas que recordaba haber
estudiado en Historia del Arte, hace ya algunos años. Mi escultura favorita de la Antigua Grecia, por ejemplo.
Nada más verla recordé su nombre: El Aproxiomeno, de Lisipo. El atleta que se
frota con un estrígil el aceite en su cuerpo. En ese momento pensé que hay
cosas que permanecen en nuestra memoria aunque creamos haberlas olvidado.
Seguimos avanzando por el
laberinto de pasillos, haciendo un recorrido por los diversos estilos
artísticos de la historia. Los pasillos repletos de tapices y mapas del mundo
gigantes. Y de ahí a las estancias, las de los Borgia y los diversos Papas.
Pero la que más me impresionó la del artista renacentista Raffaello, con su
Escuela de Atenas. El fresco de vivos colores representa la filosofía y algunos
de sus más importantes representante. La presión que ejercían los visitantes
que allí se detienen nos obligó a continuar.
A continuación, al más puro
estilo Indiana Jones, comenzaba la búsqueda de la Capilla Sixtina.
Pasillos, salas, escaleras, laberintos…las piernas nos pedían un descanso. Sin
embargo, los indicativos en los carteles apuntaban que ya estábamos cerca.
La boca abierta. Ese era el gesto
más repetido por los turistas que se amontonaban en la capilla mirando al
techo. Y es que la escena no era para menos. Sobre todo si, como a mí, lo
primero que se te pasa por la mente es la imagen de un solo artista tumbado
durante largas jornadas para lograr esta maravilla.
Las fotografías están prohibidas
pero muchos son los que intentaban burlar al personal de seguridad y con las
cámaras escondidas mirando al cielo. Todos querían recoger un trocito de la Creación para el
recuerdo.
Y como ya os decía antes, las
piernas pedían un descanso. Así que, ¿qué mejor lugar que aquel para hacerlo?
Sobre un continuo banco que rodea la sala nos acomodamos, cómo no, mirando al
cielo.
Acababa así mi visita a los
Museos Vaticanos, aunque no sin antes admirar la vista de la Cúpula de San Pedro que
permite uno de los patios interiores. Y aprovechando también para hacerme con
un ejemplar de L'Osservatore Romano, el periódico del Vaticano. Yo y mi
obsesión por hacerme con un periódico característico del lugar al que viajo.
Una de mis manías.
Finalizaba la visita a los
museos, pero no al Vaticano. Nos dirigimos a la Plaza de San Pedro, que poco
se parecía a la que habíamos admirado la noche anterior. Miles de personas
rodeaban el espacio proyectado por Bernini. Nosotros accedimos por el extremo
oriental de la plaza, entre las enormes columnas. Y con mucho disimulo,
logramos colarnos entre un grupo de turistas despistados. Esta fila de personas
avanzaba rápidamente y pronto estuvimos frente a la escalinata que asciende
hacia la Basílica.
Una vez dentro, todo llamaba
nuestra atención. Pero sobre todo admirar desde el interior la cúpula de Miguel
Ángel, sobre el Altar Mayor. Decidimos que más tarde intentaríamos subir para
contemplarla más cerca.
El baldaquino de Bernini, con sus columnas salomónicas
era enorme, pero no pudimos reparar en sus detalles porque era el momento de
dar la comunión a los fieles y los turistas no podían acceder. Por este motivo,
decidimos que fueran nuestros pasos lo que nos guiaran por la basílica, y ellos
mismos los que nos hicieran descubrir esculturas de magnitudes que ya parecen
no existir. En la capilla todo se eleva a la grandeza. Todo es enorme.
Pero en mi mente daba vueltas desde
hacía ya un tiempo una imagen: La
Piedad de Miguel Ángel. Y como si alguien me leyera el
pensamiento, levanté la vista hacia un grupo de personas que se detenían frente
a un metacrilato. Detrás de él la
Virgen sostenía a su hijo tras el desprendimiento de la cruz.
Ahí estaba. Y aunque las excesivas medidas de seguridad no permitían acercarse
todo lo que me hubiera gustado, la belleza de la imagen era palpable incluso desde
la distancia.
Una curiosidad. Los restos de
Juan Pablo II descansan ya en la
Basílica, en la parte superior me refiero. Según nos explicó
un guardia de seguridad los trasladaron hace poco a la parte superior porque
mucha gente se acercaba a la tumba en la cripta y el espacio era menor. Sin
embargo aseguraba, algo indignado, que ahora nadie sabe que están ahí porque no
lo han comunicado o señalizado bien.
Tras salir de la Iglesia, nos quedaba
pendiente el ascenso a la cúpula. Pero, siento deciros, que fue imposible. La
cola gigantesca. Inversamente proporcional al nuestro tiempo.
Al salir, vimos la Guardia Suiza con sus vistosos
uniformes. No sé si lo sabéis, pero existe una especie de leyenda que cuenta
que también fueron un diseño de Miguel Ángel. De ser cierto, habría que
reafirmar eso de que el hombre renacentista cultivaba todas las artes y
materias. Hasta la moda.
Llega el momento de las
despedidas. El que menos me gusta de todos. Pensando en esto nos detuvimos
junto a una fuente de agua cristalina que se sitúa en la plaza de San Pedro y
dijimos adiós a una casa a la espera de un nuevo inquilino.