viernes, 22 de febrero de 2013

Las enormes dimensiones del estado más pequeño del mundo



Es la noticia de la semana. Del mes. Y me atrevo a decir que va a ser una de las noticias del año. No hay un rincón del planeta que no se haya hecho eco de ella: El Papa dimite. Abandona su “palacio” y se retira a un sitio mucho más tranquilo y austero. Y no, no es que lo hayan desahuciado. Eso seguro.

Pues bien, en este post os contaré cómo es la que ha sido su casa (bueno, mejor dicho, lo que permiten que veamos de ella). Su hogar y del resto de Pontífices de la historia de la Iglesia Católica. Y es que durante mi estancia en Roma, aproveché para visitar San Pedro del Vaticano.

No fueron muchos los días que estuve en la capital italiana, pero sí los suficientes para visitar el Vaticano en dos ocasiones. La primera durante la noche. Aprovechando un mágico paseo nocturno por el barrio del Trastevere, en el que ya se detendrá la Brújula en otra ocasión, vimos a lo lejos el Castillo de San Angelo, y allí que fuimos.Y claro, tan cerca del Vaticano, no pudimos resistirnos a curiosear cómo es la vida durante la noche en el país más pequeño del mundo.

La verdad es que no esperábamos encontrar la movida madrileña o ibicenca, pero la tranquilidad que allí se respiraba nos sorprendió muchísimo. La ancha Vía Della Conciliazione estaba en calma. Tan solo nuestros pasos y el de otros transeúntes, mezclada con la aparición de algún esporádico coche, interrumpían el silencio. La escasa luz la ponían las líneas de farolas que flanquean la calle. Algunos mendigos aprovechan este silencio para hacer, de cualquier espacio resguardado, su cama durante unas horas.





La Piazza Pio XII es la desembocadura de la vía. Desde ella la imagen de la Plaza de San Pedro, con la basílica al fondo es impresionante. Allí, apoyados en las cadenas que impiden el paso de los turistas, nos quedamos contemplando la estampa. Y deseando volver por la mañana para poder acceder a la cuna del catolicismo. Las primeras gotas de una intensa lluvia nos avisaron de que era el momento de abandonar el lugar. 

Dicho y hecho. Madrugamos para disfrutar de un día en el Vaticano. Y es que la inmensa cola que nos esperaba para poder acceder a los Museos Vaticanos no era para menos. Incluso, llegamos a pensar que se nos habían pegado las sábanas al ver tanta gente en el lugar. Era increíble. Una inmensa fila de personas recorría paralela la muralla que protege los secretos vaticanos del resto de la ciudad. Y digo recorría por decir algo, porque durante largos periodos de tiempo permanecía inmóvil. No avanzábamos nada y el cielo comenzaba a mostrar sus primeras nubes.

El color de los nubarrones no dejaba lugar a dudas, venían cargadas de agua. Con el cielo ya totalmente encapotado, como diría un andaluz, y un poquito más cerca de la entrada a los museos, en la Vía dei Bastioni di Michelangelo comenzaron a caer las primeras gotitas. 

Pero la intensidad de la lluvia iba aumentando al mismo tiempo que nuestras ganas por ver la Capilla Sixtina. El pronóstico de los medios italianos se cumplía: el temporal de viento y lluvia llegaba. Un chaparrón cayó sobre el Vaticano y los que, como nosotros, esperaban tras su muralla. Muchos visitantes decidieron abandonar. Pero nosotros resistimos y la retirada de los más avanzados nos permitió, por fin, llegar al lugar. Eso sí, empapados.  

Una gigantesca escalera de caracol nos guió hasta la parte superior del edificio que daba comienzo al museo. Una maraña de pasillos interminables y la pregunta del millón: ¿Por dónde empezamos?

El Aproxiomeno de Lisipo
Egipto, Grecia, Roma,…restos de todas las civilizaciones se suceden en las diversas salas. La riqueza artística es de un valor incalculable. Allí me reencontré con piezas que recordaba haber estudiado en Historia del Arte, hace ya algunos años. Mi escultura favorita de la Antigua Grecia, por ejemplo. Nada más verla recordé su nombre: El Aproxiomeno, de Lisipo. El atleta que se frota con un estrígil el aceite en su cuerpo. En ese momento pensé que hay cosas que permanecen en nuestra memoria aunque creamos haberlas olvidado. 

Seguimos avanzando por el laberinto de pasillos, haciendo un recorrido por los diversos estilos artísticos de la historia. Los pasillos repletos de tapices y mapas del mundo gigantes. Y de ahí a las estancias, las de los Borgia y los diversos Papas. Pero la que más me impresionó la del artista renacentista Raffaello, con su Escuela de Atenas. El fresco de vivos colores representa la filosofía y algunos de sus más importantes representante. La presión que ejercían los visitantes que allí se detienen nos obligó a continuar.



A continuación, al más puro estilo Indiana Jones, comenzaba la búsqueda de la Capilla Sixtina. Pasillos, salas, escaleras, laberintos…las piernas nos pedían un descanso. Sin embargo, los indicativos en los carteles apuntaban que ya estábamos cerca. 

La boca abierta. Ese era el gesto más repetido por los turistas que se amontonaban en la capilla mirando al techo. Y es que la escena no era para menos. Sobre todo si, como a mí, lo primero que se te pasa por la mente es la imagen de un solo artista tumbado durante largas jornadas para lograr esta maravilla.

Las fotografías están prohibidas pero muchos son los que intentaban burlar al personal de seguridad y con las cámaras escondidas mirando al cielo. Todos querían recoger un trocito de la Creación para el recuerdo. 
  


Y como ya os decía antes, las piernas pedían un descanso. Así que, ¿qué mejor lugar que aquel para hacerlo? Sobre un continuo banco que rodea la sala nos acomodamos, cómo no, mirando al cielo. 

Acababa así mi visita a los Museos Vaticanos, aunque no sin antes admirar la vista de la Cúpula de San Pedro que permite uno de los patios interiores. Y aprovechando también para hacerme con un ejemplar de L'Osservatore Romano, el periódico del Vaticano. Yo y mi obsesión por hacerme con un periódico característico del lugar al que viajo. Una de mis manías. 

Finalizaba la visita a los museos, pero no al Vaticano. Nos dirigimos a la Plaza de San Pedro, que poco se parecía a la que habíamos admirado la noche anterior. Miles de personas rodeaban el espacio proyectado por Bernini. Nosotros accedimos por el extremo oriental de la plaza, entre las enormes columnas. Y con mucho disimulo, logramos colarnos entre un grupo de turistas despistados. Esta fila de personas avanzaba rápidamente y pronto estuvimos frente a la escalinata que asciende hacia la Basílica.




Una vez dentro, todo llamaba nuestra atención. Pero sobre todo admirar desde el interior la cúpula de Miguel Ángel, sobre el Altar Mayor. Decidimos que más tarde intentaríamos subir para contemplarla más cerca.

El baldaquino de Bernini, con sus columnas salomónicas era enorme, pero no pudimos reparar en sus detalles porque era el momento de dar la comunión a los fieles y los turistas no podían acceder. Por este motivo, decidimos que fueran nuestros pasos lo que nos guiaran por la basílica, y ellos mismos los que nos hicieran descubrir esculturas de magnitudes que ya parecen no existir. En la capilla todo se eleva a la grandeza. Todo es enorme. 

Pero en mi mente daba vueltas desde hacía ya un tiempo una imagen: La Piedad de Miguel Ángel. Y como si alguien me leyera el pensamiento, levanté la vista hacia un grupo de personas que se detenían frente a un metacrilato. Detrás de él la Virgen sostenía a su hijo tras el desprendimiento de la cruz. Ahí estaba. Y aunque las excesivas medidas de seguridad no permitían acercarse todo lo que me hubiera gustado, la belleza de la imagen era palpable incluso desde la distancia.

Una curiosidad. Los restos de Juan Pablo II descansan ya en la Basílica, en la parte superior me refiero. Según nos explicó un guardia de seguridad los trasladaron hace poco a la parte superior porque mucha gente se acercaba a la tumba en la cripta y el espacio era menor. Sin embargo aseguraba, algo indignado, que ahora nadie sabe que están ahí porque no lo han comunicado o señalizado bien.

Tras salir de la Iglesia, nos quedaba pendiente el ascenso a la cúpula. Pero, siento deciros, que fue imposible. La cola gigantesca. Inversamente proporcional al nuestro tiempo.

Al salir, vimos la Guardia Suiza con sus vistosos uniformes. No sé si lo sabéis, pero existe una especie de leyenda que cuenta que también fueron un diseño de Miguel Ángel. De ser cierto, habría que reafirmar eso de que el hombre renacentista cultivaba todas las artes y materias. Hasta la moda.

Llega el momento de las despedidas. El que menos me gusta de todos. Pensando en esto nos detuvimos junto a una fuente de agua cristalina que se sitúa en la plaza de San Pedro y dijimos adiós a una casa a la espera de un nuevo inquilino.

  


viernes, 15 de febrero de 2013

La vida se abre camino


Cambio de planes. Las circunstancias me han obligado a cambiar la temática de mi entrada para esta semana. Tenía pensado preparar un post visual sobre los mejores disfraces que desfilaron en el carnaval extremeño de mayor éxito, el de Badajoz. Sin embargo, la novedad de adelantar el pasacalles de comparsas y disfraces a la mañana me dejó sin entrada. Nada más bajar del coche en la ciudad pacense, nos comunicaron que el desfile acababa de terminar. Así que, por el momento, solo me queda esperar al próximo año.Pero no os preocupéis porque Don Carnal no sea el motivo de mi entrada. A cambio, os traigo una maravilla de esas que deja la naturaleza.

Tras darle vueltas y vueltas. Se me ocurrió otra entrada con imágenes, principalmente. Y aquí la tenéis. Se trata de un viaje que he hecho en más de una ocasión: el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel. Allí apunta esta semana la aguja.

Hacia el humedal que tantas veces ha estado a punto de perder su título. Tantas como las que se ha sentido en peligro de extinción. La desecación del acuífero 23, el que le da la vida, lo ha llevado al límite de sus fuerzas.

Las escasas lluvias, la desecación del acuífero, y la transformación de los cultivos tradicionales por otros de regadío, fueron acabando con el encanto del parque. Sin embargo, después de mucho esfuerzo y trabajo para su conservación parece que la vida vuelve a abrirse camino en el corazón de La Mancha.



Las últimas lluvias han anegado algunas zonas del parque.
 
Antes esta barca estaba varada en la tierra seca. Ahora es posible navegar por el humedal.


Las pasarelas que recorren la zona dan la sensación de que anduvieses sobre el agua.


Algunos recorridos te llevan hasta el corazón de las Tablas.

 
 
En determinados tramos la vegetación abraza al viajero transmitiéndole una tranquilidad infinita.
En ocasiones, la vegetación se convierte en traje de camuflaje para el caminante y le permite apreciar una amplia variedad de especies animales y vegetales.

Observatorios, como el de la Isla de Pan, uno de los principales atractivos para turistas.


El humedal atrapa a grandes y pequeños.




Los animales son el mejor ejemplo de que la vida vuelve a abrirse camino de las Tablas de Daimiel.



El agua sirve de espejo, creando una perfecta sincronía entre el cielo y la tierra.
Espero que hayáis disfrutado de las vistas, tanto como lo hice yo al atrapar estas imágenes desde el objetivo de mi cámara. 

A disfrutar del fin de semana ¡¡Nos vemos la próxima semana!!

viernes, 8 de febrero de 2013

Desde la ventanilla...


Una pregunta que me he hecho alguna que otra vez: ¿Cuál es el mejor medio de transporte para viajar? Vosotros que pensáis. Yo empiezo a buscar los pros y los contras a algunos de ellos y, casi siempre, acaba ganando el coche en mi ránking personal. Sin embargo, últimamente, utilizo el tren con bastante frecuencia y su recorrido (al menos el que yo he realizado varias veces) transcurre por lugares increíbles. Vistas impresionantes, que serían difíciles de admirar desde la ventanilla de un automóvil.

Hoy me propongo contaros un tramo de este trayecto tan frecuentado. El que transcurre desde un pequeño pueblo al suroeste de la provincia de Ciudad Real, Brazatortas, hasta la capital de la antigua Lusitania, Mérida. Para los que no os guste caminar o conducir, os traigo un auténtico viaje sin levantaros del asiento.

Arranco mi relato tras la parada del tren en Brazatortas, cuando el jefe se estación levanta su bandera roja para que la máquina siga su camino. Sí, habéis leído bien. Jefe de estación. En la mayoría de las estaciones del trayecto que os traigo aún se conserva esta figura. Un puesto de trabajo en peligro de extinción, aunque aún haya quien continúe tocando su silbato para avisar de que la vía está libre.



Entre encinas, jaras y retamas el tren se va adentrando en un paisaje de sierra. El Valle del Alcudia. La naturaleza en todo su esplendor. Lo invade todo, como si en este lugar no hubiera hueco para la vida humana. En esta época, la vista está surcada por numerosos riachuelos que llevan su agua a ninguna parte, o a todas.

Tan solo a lo lejos es posible ver una pista asfaltada con sus carriles apenas perceptibles que conduce a una pequeña localidad camuflada. Algunos de sus tejados destacan entre el verdor del entorno. Desde el tren, imposible conocer el nombre del enclave. 



El tren alcanza altura sobre el terreno, y la vista es de pájaro. Una cuidada finca de encinas y jaras ocupa ahora el lado derecho de la vía. Y aquí me detengo para dirigirme sobre todo a los que, como yo, se consideren amantes de los animales. La mejor época para atravesar este tramo es la estival. Y es que durante el verano los ciervos parecen multiplicarse en esta zona. Están por todas partes, buscando la mejor sombra para soportar las altas temperaturas. Las hembras con sus crías y los machos siempre alerta. Pero, sin embargo, durante el invierno la estampa es muy diferente. Es difícil verlos. En su lugar, altas sillas o torretas desde las que el que ahora vigila es el cazador.



Nos acercamos a una estación. Pero el ferrocarril no tiene parada en ella o, mejor dicho, en sus restos. Es lo que queda de una antigua estación, en la que nadie se para. Ni siquiera el tiempo se detiene en ella. Más bien todo lo contrario, acelera su envejecimiento.

A lo lejos se avista una curiosa formación rocosa. Como os he dicho, no es la primera vez que hago este recorrido, y desde las primeras veces me permití el lujo de ponerle nombre. La cresta del gallo, por su parecido. Esto es parte de ese tipo de cosas absurdas que se te pasan por la mente cuando viajas sola.

Roca con forma de cresta de gallo
La Cresta del gallo aventura un paisaje rocoso. Las grandes piedras parecen abrirse para dejar paso. Incluso, en algunos tramos impiden la visión a través de la ventanilla. Por esta zona, he tenido la oportunidad en alguna ocasión de ver hasta cabras montesas. A continuación, los pinos invaden el espacio, señal de que hemos alcanzado mayor altitud.

 
Estación de Almadenejos-Almadén
La siguiente parada no deja lugar a dudas. Seguimos en La Mancha. El azul añil y el blanco de la fachada de la estación de Almadenejos-Almadén es inconfundible. Ahora viajamos pararelos al río Valdeazogues para llegar a la estación de Guadalmez-Los Pedroches. El río se ensancha aprovechando la enorme llanura a su paso. Las ovejas pastan en su orilla, pero el paso de tren les interrumpe el almuerzo. 


Las cigüeñas nos avisan de que nos acercamos a su rincón favorito: Extremadura. Y de pronto todo es oscuridad. La entrada a un antiguo túnel, poco apto para claustrofóbicos, ciega la visión.

Cabeza del Buey, es la siguiente parada y la primera de tierras extremeñas. A partir de aquí el paisaje cambia radicalmente para dar paso a la llanura. Además ahora parece que vuelve la vida humana. El teléfono móvil recupera su cobertura y en las estaciones cada vez se sube más gente.

Las siguientes, las de Almorchón y Castuera. Por cierto, riquísimo el turrón de este último pueblo, el de la marca Rey, sobre todo. Todo un clásico en mi casa por Navidad. Y volviendo al viaje, justo antes de llegar a Campanario, la dehesa extremeña. En este tramo, pude ver un grupo de grullas durante mi última visita.


Campanario, Villanueva de la Serena, Don Benito, Valdetorres y Guareña son las últimas paradas antes de llegar a nuestro destino Mérida. El paso a través de un puente que salta el río Guadiana, cambia el sonido del traqueteo de la máquina. Nos acercamos a la capital extremeña, con el Guadiana ya paralelo a nosotros. Y en la parada de siempre nos espera su majestuoso acueducto de los Milagros, acostumbrado a las bienvenidas y despedidas de los viajeros que parten de su lado.